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No podemos callar lo que hemos visto y oído. (Hch. 4, 20)

Blanca habitación

Blanca habitación

Tras cada una de sus puertas se nace, se sana y se muere. Todas ellas son el reflejo de la vida, de la ausencia, del olvido, de la familia, de la compañía, de la esencia y la desaparición. No cabe en ellas el color, todo es blanco como blanca es la espera. No hay relojes que marquen la hora, no hay horarios que ajusten la labor diaria. Todo el día viene marcado, como antaño, por el sol que penetra fulminante tras un cristal, como recordando que fuera existe el mundo al que todos quieren salir. Tras el cristal hay suspiros de lágrimas y sonrisas ancladas en las paredes, pintando cada trazo del yeso de un recuerdo reciente. Su olor es peculiar, indescriptible, irrepetible. Nunca un olor fue tan peculiar y significativo como el que empapa la estancia. Siempre hace calor. Puede que sea el calor de la vida, quizás el de la muerte, o simplemente el de lo vital en suspensión. Nadie sabe cómo o por qué, pero es un calor extraño que penetra los huesos, pegajoso.

Pasillos largos. Lo más curioso es que tras cada puerta no se esconde una vida, sino una historia, la de los que yacen en camas y la de aquellos que están a sus pies. Son historias de vidas paralelas, y todas ellas confluyen en ese momento donde vidas ajenas son obligadas a convivir. Cada una de esas historias bien merecerían un largo etcétera de palabras, pero sería imposible, pues cada una de ellas viene y va, va y viene. Pasa y queda.

            En cualquier momento, salta una alarma. La gente corre. Batas blancas se entremezclan. Suspiros que se cruzan entre abrazos de desconocidos. Una vida se escapa. En cualquier momento, salta otra alarma. La gente corre. Batas blancas se entremezclan. Suspiros que se cruzan entre ansiedades. Una vida nace. Y esas batas blancas... esas batas blancas son portadoras de buenas nuevas y de trágicos desenlaces. Luchan por comprender lo incomprensible; nunca sus libros están cerrados, siempre abiertos y buscando respuestas. Cuando las encuentran, tan solo pueden esbozar una leve sonrisa por el deber cumplido, no esperan agradecimientos. Cuando no hallan la respuesta, solo pueden desesperarse y replantearse su propia vocación, como si ellos fuesen los culpables de la muerte, como si fuese una responsabilidad suya. Saben que cuando acierten, nadie se lo agradecerá, pero están seguros de que sus fallos serán inolvidables y que, a partir de ese momento, pasarán a formar parte del desenlace trágico de una historia que pasará de padres a hijos y de hijos a padres Es curioso cómo pueden pasar de una momento a otro de ser dioses hacedores de vida, a guadañas que recogen el último aliento. ¿Y Dios?, ¿dónde queda Dios?. En todos los rincones y en ninguno. Sólo está donde se le quiere ver, donde se desea sentir su cercanía y llorar en su hombro. Sin duda, es un Dios de la vida que parece guardar silencio ante la muerte. Puede que sea así, no lo sé. Solo sé que para mí no es quien quita la vida, sino el que espera paciente y sufriente para recibir y ofrecer otra bien distinta y no caduca.

            Aquí nunca es Navidad, nunca es verano ni invierno. Es como si el tiempo se hubiese detenido de forma fulminante pendiendo todo de un filo hilo que solo se rompe con una sonrisa o con una lágrima. El mundo exterior sigue funcionando, las gentes corren y van de acá para allá. Quizás si pasasen por aquí comprenderían cuan inútil es correr. Es curioso, aquí se anhela poder pasar frio y sentir el sofoco del calor. La muerte se trasforma aquí en natural y la vida deja de ser algo cotidiano para ser un auténtico milagro.

            Cada habitación es un mundo cambiante, un mundo que se trasforma en cuestión de segundos. Se recibe a los parientes, a los amigos. Se siente la soledad y el olvido. Y al caer la noche, es como un reto constante para volver a ver el sol. La oscuridad nocturna transforma el blanco de las paredes en negro de desesperación. Parece como si cada segundo de la noche fuese una lucha continua entre el vivir y el morir.

            No existen las clases sociales aquí, no existen los señoríos ni los poderíos. No importa cuántas tierras tengas o cuanto posea tu cuenta corriente. Da igual que lleves vestido de visón o de vaqueros, llevarás un pijama blanco burlado con pequeños puntitos, o si tienes suerte, un azul marcado por las rayas que recuerdan el color de la habitación. El colchón será el mismo, el mismo en el que unos nacen, otros sanan y otros mueren. Quizás algún día esos colchones se atrevan a contar su propia historia y la de sus huéspedes.

            Y lo más curioso de todo, aquí se tiene todo: comida, cama, calor, limpieza, cuidado, mimo, atención, todo. Y sin embargo, nadie desea quedarse, todos desean salir lo más pronto posible.  Paradojas de la vida, ¿o quizás de la muerte?. Una habitación de hospital, nada más.

 

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