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No podemos callar lo que hemos visto y oído. (Hch. 4, 20)

Ser como Dios

Ser como Dios

           En estos días pasados he estado viendo con alumnos de la ESO la película "Como Dios", la cual recomiendo a quienes no la hayan visto. El tema central que hemos tratado ha sido el pecado original, traducido al egoísmo como tentación en el ser humano y como, toda persona, es capaz de evitar su propia responsabilidad para enseguida encontrar culpables sobre los males propios y ajenos. Es lo más fácil, culpar al otro para así quedar yo libre de todo mal. Sin duda alguna es la tentación más antigua que puede haber en el género humano. Los políticos culpan al pueblo del mal social y el pueblo a los políticos de no saber gobernar. Los padres a los hijos de mal educados y los hijos a los padres de falta de atención. La iglesia institución a los fieles de falta de responsabilidad y los fieles a la iglesia institución de falta de coherencia. Y un largo etcétera que podríamos añadir. Lo curioso es que aquí el único que no culpa a nadie es precisamente Dios. Pero no ha sido eso lo que más me ha llamado la atención, sino la contestación de mis alumnos a la última pregunta que les plantee: ¿Te gustaría ser Dios? ¿Por qué y para qué?. Casi todos, han contestado que no. Y los que han dicho que sí lo han hecho en pro del fin de las guerras o del hambre en el mundo.

            Me resulta muy curioso descubrir con que frialdad hablamos del tema. Decimos que si fuésemos Dios acabaríamos con el hambre y la pobreza en el mundo, cuando somos incapaces de compartir lo más mínimo con los demás o, en caso de hacerlo, es la respuesta a nuestra conciencia para que quede tranquila; claro ejemplo de ello son las fiestas que estamos viviendo estos días: las comuniones. Ya no son un Sacramento, ahora son la escusa para la celebración y demostración del poderío económico frente a amigos y familiares; el misterio eucarístico se ha convertido en un ingente convite donde se come sin gana a partir de los entremeses, pero no importa la cantidad de comida que se desperdicie, lo importante es que no falte de nada, es más, que sobre cuanto más mejor. Paradójico es contemplar los trajecillos de comunión, el que menos 300 euros; los salones de celebración, la que menos 3000 euros, y una larga lista de complementos que hacen ascender la cifra más allá de los 6000 euros; aunque para ello haya que pedir un préstamo al banco a pagar en 5 o 10 años. Y, por supuesto, ante el donativo que se entrega a la parroquia (50 euros), se pone el grito en el cielo: ¡ladrones!. Parece como si en la iglesia solo tuviésemos derechos, nunca obligaciones. ¿Y aún tenemos la desfachatez de decir que si fuésemos Dios acabaríamos con el hambre o la pobreza del mundo? Hipócritas. Y este es sólo un mínimo ejemplo.

            Por otro lado están los que dicen que no les gustaría ser como Dios. A ellos (y a mí mismo) pregunto: ¿acaso no lo somos cada día?. Pues creo que sí, somos un falso dios de pacotilla e hipócrita, no el Dios de Jesucristo. Lo somos cada día al criticar lo que hace cualquiera, creyendo que nosotros somos perfectos y que no cometemos equivocaciones. Lo hacemos al creernos con el poder suficiente como para decidir sobre lo que está bien o lo que está mal más allá de la conciencia. Lo hacemos cada vez que nos sentimos un poco por encima de cualquier otro, al contemplar con desprecio o simplemente de reojo al que pide en la calle, al que está tumbado en la acera borracho, al anciano que anda sucio o renegón. Lo hacemos a cada instante que nos escondemos de asumir nuestra responsabilidad en cualquier sector. El Dios de Jesucristo es un Dios que no se esconde, que asume su error tras el diluvio universal y que dice con mucha claridad: el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Nos creemos con el derecho de juzgar la vida de los demás, olvidando que ese juicio puede volverse contra nosotros mismos en un momento determinado. Dice san Agustín: ama y haz lo que quieras. Y qué gran verdad, pues quien ama no tiene que andar preocupado de estas cosas, simplemente ve lo bueno en cada acontecimiento y persona, y sobre todo: deja a Dios ser Dios. Lo realmente importante no es ser bueno, es intentarlo y desearlo cada día con mayor ahínco, descubrir que el mundo en el que vivimos sí tiene arreglo, precisamente porque nosotros estamos en él; recordar a cada instante que sólo quien no pierde la esperanza tiene una posibilidad.

 

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