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No podemos callar lo que hemos visto y oído. (Hch. 4, 20)

V Domingo de Cuaresma

V Domingo de Cuaresma

“En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba. Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: "Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?" Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo.

    Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: "El que no tiene pecado, que le tire la primera piedra." E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la-mujer, en medio, que seguía allí delante.

Jesús se incorporó y le preguntó: "Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?" Ella contestó: "Ninguno, Señor." Jesús dijo: "Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más."

    Los escribas y fariseos traen una mujer ante Jesús... Lo primero con lo que nos encontramos es con la trampa preparada para Jesús. Los que persiguen acabar con Jesús no van de cara, se presentan ante Aquel que dice “yo soy la Verdad” con una mentira. Lo que estos personajes buscan, como todos sabemos, no es que Jesús les ilumine, sino ponerlo en el compromiso y “pillarlo” en la ambigüedad de la cuestión planteada. Así sigue ocurriendo hoy, seguimos poniendo a prueba a Jesús, seguimos queriendo pillarlo. Muchas veces en nuestra vida, no buscamos a Dios para plantearle nuestras necesidades amparadas en su voluntad, ni tan siquiera para ofrecerle nuestras palabras y acciones; buscamos a Dios para plantearle ambigüedades que demuestren que su fuerza es ineficaz, que su Palabra es sólo palabra vana. Dios no es así, Él no se presta a nuestras dobles palabras o intenciones. Él se presenta con la verdad y la claridad del Espíritu para proponernos una búsqueda intrínseca, en el interior de cada uno de nosotros. Mirar al cielo esperando las respuestas es fácil, mirar al hermano ofreciéndole nuestra mano es lo difícil. Cristo no se contenta con lo fácil, es más, él mismo decide subir a la cruz para que podamos comprender que el camino no es tan sencillo, que está lleno de sufrimiento y duda, pero que quien persevera, encontrará en lo alto de la cruz la luz de la resurrección, la nueva vida.

    Lo fácil no es detenerse en comprender a los demás, buscar el por qué de sus acciones cuando estas no son precisamente buenas. Lo fácil es verter el juicio rápido sobre los demás condenándolos sin misericordia. Cada vez que hacemos esto nos convertimos en dioses en doble sentido: por un lado nos atrevemos a ser jueces de los demás, salvando o condenado según nuestros parámetros; ni tan siquiera nos detenemos a escuchar a quien condenamos, sino que lo juzgamos y condenamos según “hemos oído o nos han dicho”. ¿Y si Dios nos juzgase a nosotros de oídas?. Él no es así, el busca el interior del corazón y comprende la motivación de nuestras acciones y, cuando estas no son buenas, derrama su misericordia sobre cada uno de nosotros para enseñarnos el camino nuevo.

    En segundo sentido, cuando juzgamos a los demás caemos en el peor de los egoísmos: nos ponemos nosotros como modelo, creyendo ser perfectos y divinos. Así ocurre, siempre que vertimos un juicio sobre alguien necesitamos tener un modelo de referencia desde el cual juzgar y, sin duda, el modelo somos nosotros mismos porque el otro ha actuado de forma contraria a como nosotros lo haríamos, pero ¿cómo hubiese actuado yo en la misma situación y circunstancia? Esa pregunta no nos la hacemos, quizás porque si lo hiciésemos nos denuciaríamos a nosotros mismos.

    Si el Santo de los Santos, el que es la Verdad, no desea juzgar a esa mujer, no quiere condenarla, ¿quien soy yo para juzgar a nadie? ¿o quizás me creo más que Jesús?. No discutimos aquí si lo que hizo la mujer estaba bien o no (que posiblemente no lo estuviese), discutimos aquí sobre la capacidad de juzgar, condenar o salvar que creemos tener y que, gracias a Dios, no tenemos.

    Mucho más hermoso es pasar la vida sin juzgar ni condenar a nadie, que juzgando y condenando continuamente; entre otras cosas porque cuando así lo hacemos estamos provocando nuestro propio juicio y nuestra propia condena.

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