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No podemos callar lo que hemos visto y oído. (Hch. 4, 20)

Los ojos de Dios

Una de las cosas más peculiares de la juventud es su capacidad de inquietud. La inquietud es, sin duda alguna, un sentimiento que nos hace estar despiertos, vivir con ilusión. Quizás, lo que nos ocurre en el fondo, cuando la inquietud de los jóvenes nos molesta, es que añoramos esa capacidad de vivir la vida como una auténtica aventura. El niño, quiere descubrirlo todo; es más, el mundo en sí mismo es para él un auténtico universo por descubrir, aunque ese mundo se limite a su propia casa, padres, hermanos o compañeros. El adolescente experimenta cambios a su alrededor y en su interior, unos cambios que hacen que ya no sea el mundo aquello que está por descubrir, sino que sea el mundo el que tiene que descubrirlo a él. La persona madura, cree saberlo todo, y piensa que ya no tiene nada que descubrir en el mundo y que, el mundo, tampoco tiene que descubrirle a él; es entonces cuando todo se convierte en rutina. Jesús de Nazaret dijo en una ocasión: "dejad que los niños se acerquen a mí"; sin duda puede que se refiriese a ésta realidad. Acercase a Jesucristo es hacerlo con un corazón y una mirada de niño, es decir, con la capacidad de descubrir en él algo nuevo en cada ocasión. Quien cree saberlo todo, o tenerlo todo controlado, no necesita de Jesús; pues él es inquietud, novedad siempre fresca, vigor por descubrir. La fe no es una teoría, ni la suma de una serie de premisa que nos ayuden a llegar a una conclusión definitiva; no puede serlo. Es, más bien, esa inquietud del niño, ese despertar a la ilusión diaria y, en definitiva, ese sentir la necesidad de Alguien que está por encima pero a tu lado. Solo un corazón de niño puede descubrir en Dios a un Padre que ama con corazón de Madre. A quien dice que en Dios no hay ni raza, ni color, ni sexo. Yo pienso que no es así, que Dios si posee esas cualidades: Dios tiene raza, la raza humana, por eso podemos sentirlo cercano, porque nuestra naturaleza es la suya, porque somos su imagen y semejanza. Decir que Dios tiene raza es, para mí, afirmar que Dios tiene algo de humano, es decir, que Dios puede amar y llorar. En definitiva, la raza de Dios somos tú y yo, pues no creo que existan razas distintas (eso son simples convenciones sociales), sino que existe una única raza: la humana. ¿Que Dios no tiene sexo?, pues claro que lo tiene y con gran hermosura y claridad lo señaló el papa Pablo VI: Dios es un Padre que ama con corazón de Madre. En Dios confluyen los dos sexos, pues tampoco creo yo que exista esa diferencia; hombres y mujeres somos distintos en nuestra configuración física y biológica, o más que distintinta, yo me atrevería a decir que  complementaria. Pero cada hombre tiene los mismos sentimientos que cada mujer y, cada mujer, la misma fortaleza que el hombre; ¿O acaso no sufre un padre igual que una madre?, ¿no sueña una madre igual que un padre con el futuro de sus hijos?, pues claro que si. Dios es Padre y Madre, por eso ama. Y por fin un color: ¿Dios no tiene un color?; creo que si, su color es la claridad, el arcoiris. Así me imagino yo a Dios, me lo imagino y lo veo cada vez que veo un arcoiris. Nuestra convenciones sociales son demasiado estrictas: llamamos blancos a los que en realidad son de piel rosada; negros a los de piel marrón y amarillos a los de tez blanca. Nosotros diferenciamos y confundimos, en cambio, en el arcoiris de Dios caben todos lo colores. Los hombres establecemos normas, ordenamos conductas, marcamos leyes; Dios sonrie como un niño y abraza como un niño. Los hombres condemanos acciones y juzgamos comportamientos; Dios juega a sentir amor. Si somos lo auténticamente niños, podremos ver a Dios. Si queremos seguir con nuestras "madureces" enmarcadas y estereotipadas, Dios no quiere vernos a nosotros. El Padre y la Madre saben jugar con su hijo, hacerle feliz. Dios sabe compartir nuestro juego, el juego de la vida. No lo olvides: ¿quieres ver a Dios? se un niño en tu corazón.

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